Ver, delirar y contar; o escribir desde una imagen de Cheril Linett – Coreografía de la succión IV. Artículo por Francisco González Castro

Fotografías por Clo Rouge. 2016, Cerro Navia, Santiago de Chile.

Ver, delirar y contar; o escribir desde una imagen de Cheril Linett.

I

Lo que veo (la fotografía).

Mi vista transita hacia el circulo que se dibuja en el contraste de tu piel y la ropa en torno a tu pecho; al espacio construido entre tu mirada y la del mendigo. Descubro como se ven y comienzo a avanzar en un espiral, deteniéndome, por interminables segundos, en cada cuento que vive en la imagen. Bajo desde la cara del mendigo −tostada, enmarcada por su pelo y barba gris− a sus manos (parece que piden o esperan algo), suspendidas entre ambas piernas, las que están a medio tapar con pantalones anchos y arremangados, dejando ver la piel que llega hasta los zapatos. El peso cae al pavimento, allí está apoyado y, sin embargo, me entrega una sensación de suspensión, donde el único punto de anclaje con la tierra es tu pecho.
Al lado de ustedes, otro mendigo los mira directamente −imagino que es un amigo de quien abrazas−, sentado con sus piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre su rodilla; está cómodo, tal como su mirada, acompañada de una sonrisa. Los tonos oscuros de su ropa encuentran un paralelo en las ropas del mendigo en tus brazos, y también en tu vestido; un conjunto del que resalta la piel.
Mi espiral continúa y me lleva de vuelta a ti. Ahora sigo el blanco que sube por detrás del mendigo: una puerta completamente blanca, apoyada en nada y un poco caída, una fuga que dispara mi mirada, y me obliga a seguir la otra diagonal con que interseca. Un techo de plástico casi blanco, sobre ustedes comienza a ascender, sosteniéndose con palos y alambres, atándose a una estructura construida con latones negros. Acompaño ese muro: una bandera chilena en un palo, arriba del sillón en que el amigo observa. Más abajo, dos tablones se apoyan en escombros cubiertos por un gran plástico, del mismo tipo que aquel del techo. Una de las planchas es blanca y está en diagonal, configurando un bucle en torno a ustedes.
Me detengo en los escombros que ocupan el tercio izquierdo de la imagen, los cuales son la base de la estructura negra y metálica que se levanta; “QUEEN” esta escrito en la parte más alta con espray verde. Atrás de ustedes, un muro de maderas (que podría ser una cama) corta la fuga del paisaje e insiste en tu encuentro con el mendigo; vuelvo ahí. Salto.
Voy al árbol en el primer plano, recorriendo de un vértice a otro por la línea derecha del encuadre; no puedo salir. Una calle, igual a cualquier lugar de cualquier población de Chile, dibuja una leve diagonal que busca escapar; no puede, se estrella con ustedes. Trata de ampliarse, pero choca con muros de ladrillo, coronados con planchas de aglomerado y azul. Postes, cables, señaléticas, hojas, nubes y ampolletas.
Me repliego hasta donde logro mover mi mirada. Primer plano, al centro; una olla sobre una rejilla apoyada en piedras, con el fuego abajo, ha estado siempre allí. No siento su olor ni su calor. Se alza sobre un montón de cenizas y parece estar llena de comida. Otra olla está a su derecha, con algo dentro.
Vuelvo al centro de la imagen, a la boca del mendigo, a tu pecho, a sus miradas, a la espiral recorriendo todo nuevamente, otra imagen aparece, la de los detalles: pedazos de lata, botellas en el suelo, tapas plásticas, tablas sueltas, bolsas, telas, frutas, un velador. Hay una armonía allí, es un hogar; más allá de las categorías que median mi mirada y dejando de lado los prejuicios, es un hogar, y lo que veo, es un gesto de amor en la intimidad de la calle.

II

Modos de relacionarse.

¿Qué es un gesto de amor?, ¿qué dinámica implica aquel acto?, ¿qué lógicas subyacen a tal configuración? El llanto de un hombre en tus brazos, y sus palabras, dan cuenta de esa particularidad. Lo recibes en tu cuerpo, sosteniéndolo en un abrazo y apoyándolo en tu regazo. En una acción que apunta al amamantar, él une su boca a tu pezón, y te mira, y cierra los ojos.
Ir y venir dispar, diferente, no-simétrico; ambos reposan en la superficie de la calle, en la íntima horizontalidad de su casa. Si el amor es una experiencia del mundo compartida, donde se quiebran las unidades (Badiou), en el reconocimiento de esta acción, como un gesto de amor, debemos asumir que se experimentó un mundo distinto, y así, se creó otro mundo. No importa que haya sido solo un acontecimiento breve, sus efectos perduran más allá y de forma distinta al recuerdo de las lágrimas del mendigo.
Deviene otra forma, otro modo de relacionarse, fuga de lo que propone e impone el capitalismo hoy. Aquí, y allí, hay una gratuidad, un deseo, un delirio, una empatía y un gesto de amor que encarna y vive la posibilidad.

Historias y trayectos.

Nuestras historias (la tuya, la mía, la de él) están trenzadas con el alcohol, la adicción y la pérdida (o quizás, mejor, con el perderse). Nuestra historia es la historia de nuestros abuelos; y nuestros abuelos son las historias que calan la superficie del territorio que habitamos.
Marcha paralela a los trayectos sociales, pasos que se suceden por la calle, andar de la mano con la renuncia obligada del otro. Entrecruzamiento de una construcción en la que se espeja la realidad, tomando la distancia creadora de la marginalidad.
Frente al curso de la vida que debemos seguir, se construye reemplazando el muro por la puerta y la mirada esquiva por el abrazo.

Límites.

El límite es la dirección. «A partir de determinado punto ya no hay regreso. Es preciso alcanzar este punto» (Kafka). ¿Cuál es el límite del cuerpo, el límite de las relaciones, el límite de la entrega?, ¿me puedo aventurar con alguna apuesta? Sólo hay intuiciones, sugerencias que emergen de la práctica y de la vida y que me llevan a ese punto. El límite siempre es móvil, un lugar para habitar; el margen y el borde como lugar de enunciación.
La piel en el cuerpo, lo cubre y es su superficie, paisaje que se abre a lo otro, punto de encuentro donde ocurre la experiencia del mundo a través de los poros. Espacio de entrada y de salida atravesado por el tacto, tal como la boca del mendigo en tu pezón, ¿serán acaso un cuerpo distinto en ese acontecer?, ¿es aquel el límite de una relación, cuando se deja de ser uno y se deviene plural?
El vivir un espacio sin límites es el paso necesario para liberarnos de la autoridad que se aloja en cada uno de nosotros (Gross), como antesala necesaria a una sociedad otra, cuyo sostén sea un abrazo desprovisto de límites.

De la estructura.

Por elección o por obligación, él (ellos) salió al margen, y lo habita construyendo su propia estructura: puertas que no abren nada, muros invisibles y cocinas abiertas. Los costos materiales de estar fuera de la estructura social −del sistema oficial que se posiciona como alternativa única−, son altos y son concretos: hambre, frío, soledad, exclusión. No hay que engañarse en la retórica de un discurso idealizante; pero tampoco hay que ser ciegos y restar valor a una decisión (algunas veces) soberana: en una estructura social que restringe, ellos son más libres que nosotros.
¿Qué se puede cambiar de un edificio? Supongamos que el color, la fachada, algunos de los que viven allí, remodelar el piso, botar unos muros… ¿y de ahí qué? La verticalidad del edificio se mantiene, la forma de entrar a este, su segmentación. Otra articulación entre individuos requiere otra estructura, una horizontal y dinámica. El capitalismo no se puede regular (Moore) y no se puede crear algo nuevo desde el mismo edificio. Ellos lo saben, y crean puertas que no abren nada, muros invisibles y cocinas abiertas; tú lo ves, lo nutres y lo habitas.

Del llanto y las lágrimas.

Instante en que la intensidad de un acontecimiento es tan fuerte, que el cuerpo se abre y quiebra su propio límite, dejando salir lágrima tras lágrima. Somos cuerpo, y aquello se muestra al hacer evidente que eso que ha sido visto como «lo que está dentro de uno», responde más bien al cruce de una intensidad con el propio cuerpo y genera su desbordamiento, la pérdida de sus límites.
Una acción que suscita tal impacto, merece declarar la intuición de que, quizás, tal efecto perdurará. El eco de la famosa imagen de ternura y derrota es invocado por el gesto de la acción. La historia ha transformado esa imagen de fracaso en la victoria, ejemplo de un amor que va más allá de lo que es. En tu caso, las lágrimas son un devenir, brotan al destrozar el tiempo y al comprender (y ver) la propia vida; no apuntan a una salvación, sino que abrazan la gratuidad: son humanas, demasiado humanas (Nietzsche).
Alcohol.
Componente que nos une en comunidad: una comunidad que se acercó demasiado peligrosamente a la orilla, cayendo y hundiéndose; unos aún no pueden salir, y los que escapamos, vemos desde la orilla, en nuestro propio reflejo, a los que siguen sumergidos y atrapados. «Por ello, el alcoholismo es ejemplar. Porque ese efecto- alcohol pueden producirlo a su modo muchos otros acontecimientos: la pérdida de dinero, la pérdida de amor, la pérdida del país natal, la pérdida del éxito. Se dan independientemente del alcohol y de modo exterior, pero se asemejan a los resultados del alcohol. (…) Sin embargo, lo que confiere al alcoholismo un valor ejemplar, entre todos estos acontecimientos del mismo tipo, es que el alcohol es a la vez el amor y la pérdida del amor, el dinero y la pérdida del dinero, el país natal y su pérdida. Es a la vez el objeto, la pérdida del objeto y la ley de esta pérdida en un proceso concentrado de demolición (“evidentemente”)» (Deleuze). ¿Qué decir frente a ello? Quizás que nos reconocemos, nos vemos en el reflejo de esa orilla y que, para mí, para ti, esa es nuestra familia; soy yo, soy el mendigo.

Cuerpo.

¿Cómo atrapar o cómo dar cuerpo al cuerpo?, ¿cómo ampliar el límite del cuerpo para crear otro? Tú, lo haces con la entrega de tu propio cuerpo al otro, que lo recibe y lo hace suyo. El cuerpo es un lugar de nidos; o como dice Foucault: «sobre el cuerpo encontramos el estigma de acontecimientos pasados, y de él nacen también los deseos, las debilidades y los errores; en él también se anudan y a menudo se expresan, pero en él también se separan, entran en lucha, se anulan unos a otros y prosiguen su insuperable conflicto».
En el cuerpo está la perversión (Sade) y el erotismo (Bataille), cuerpo que se ha convertido en una moneda viviente (Klossowski). El cuerpo como devenir −en el que y desde el cual− devengo en el mundo.
Pero en tu cuerpo, por medio de tu acción, se ha alojado el amor como lógica de la gratuidad que se fuga de las construcciones capitalistas. Ese cuerpo (esos cuerpos) que se entrega en cada beso (quizás como Eltit) entra en una acción sustentada en una paridad; tu vas en otra dirección: te entregas, te reciben, y… eso.

Habitar el tiempo.

La propiedad del devenir «es esquivar el presente. En la medida que esquiva el presente, el devenir no soporta la separación ni la distinción entre el antes y el después, entre el pasado y el futuro». Y «la incertidumbre personal no es una duda exterior a lo que ocurre, sino una estructura objetiva del acontecimiento mismo, en tanto que va siempre en dos sentidos a la vez, y que descuartiza al sujeto según esta doble dirección» (Deleuze). Si seguimos esta aproximación, y asumimos tu acción como un acontecimiento, no eres la que eras, ni serás la que eres. Tampoco el mendigo, y quizás, tampoco yo.
Tu acción, articulada como un acontecimiento inserto en el devenir, despedaza el tiempo del mendigo y tu propio tiempo. La intensidad del gesto hace que habiten todos sus tiempos, transversal y simultáneamente, viviendo cada hebra al instante que se vive la tela (la vibración de una cuerda, acaso). Situándose en cada momento, habitas el tiempo en su materia, saliendo del espacio-tiempo, viendo todo desplegado, haciendo cuerpo el Eterno Retorno y sus efectos.

El deseo del delirio.

Sentir lo que no está; devenir en el encuentro de la boca con el pezón; gustar del sabor de una leche que no esta ahí; gustar del sabor de una leche que está en la lengua del mendigo.
El delirio del silencio en Nietzsche, único estado al que llega su devenir; deseo de asumir una imposibilidad, de corporeizar tal realidad y hacerla materia; dejar de ser lo posible y ser el devenir.
Delirio que se sostiene en los brazos y en el regazo, escenario en que se puede delirar sin juicio, sin límites, sin moral.
Lo maternal sin lo erótico.
No todo es imagen (aunque todo pueda interpretarse como una imagen). Si leo la imagen, esta me declara lo erótico de un hombre succionando el pezón de una mujer. Tú me dices no a esto; la ausencia de erotismo en sostener el cuerpo de otro, protegerlo y darle un hogar al interior de tu abrazo. Él llora y lee amor, encuentra lo que nunca tuvo y que, eventualmente, nunca buscó. No hay erotismo si no hay transgresión. La experiencia se me muestra como un devenir colectivo, múltiple en mil sentires; evidencia lo autoritario y trascendente de la imagen, frente a la horizontalidad y solidaridad de la presencia.

Empatía.

Tomando distancia de toda moral sustentada en la metafísica y en lo trascendental, un proceder para relacionarse con otro puede ser la empatía; procedimiento de vida, procedimiento político-artístico. Una empatía con la propia historia, con las historias que transitan en medio del contexto y con la historia del que se para frente a ti, lo que guía tu actuar y proceder.
Integrando el mundo de las relaciones, desde allí es factible suspender las categorías de análisis tradicionales, reemplazándolas por una valoración de la experiencia en la vida, no respondiendo a un ideal, no limitándose al marco que impone cualquier categoría, aunque venga del llamado mundo del arte: obra, valor estético, arte… categorías que hay que abandonar y rechazar en función de una experiencia, de acontecimientos insertos en el devenir, prácticas valoradas en función de la potencia que imprimen a la vida.

III

La acción.

Me contó que llegó alrededor de las tres de la tarde. La luz era plana, diáfana; hacía frío y estaba nublado. Fue el 2 de junio del 2016. No había muchas sombras en el lugar. Para llegar allá (Cerro Navia), tomó metro y micro, y realizó el trayecto final en bicicleta junto a una amiga. Personas viviendo en la calle y grupos de perros están bordados en el paisaje del último trayecto.
Llega al lugar. La paleta de colores es extensa, una armonía lograda por no seguir las leyes del color. Un flujo constante de gente de todas las edades transita por esta intersección de tres calles. En la esquina hay cuatro mendigos (aunque viven cinco): tres conversan, toman vino y esperan que se termine de cocinar su comida, un surtido de distintas sobras. El cuarto mendigo duerme.
Se acercó a hablar con el mendigo, ya que su amiga solo había dado con el lugar y, de modo muy general, había invitado al mendigo a participar en una performance. La gente seguía pasando, se aproximó junto a su amiga y le presentó al mendigo, se llama José. Le explicó del proyecto, contándole sobre la virgen de la leche, de la Piedad, de la maternidad, contándole de la acción en sí y de la imagen que quería obtener. Ante tal propuesta, una serie de respuestas se sucedieron, entramadas en el delirio del mendigo y las fugas de la conversación: le contó que fue abandonado por su madre en esa misma esquina, donde ahora vive; interpretó la invitación como un gesto maternal; hizo hincapié en que respetaría mucho su cuerpo; luego llanto y el recuerdo de la madre, risas por la acción en sí, de nuevo el respeto por el cuerpo. Preguntó si se vería la imagen en otros países; ella respondió que no sabía, pero que era probable. La conversación duró unos 15 minutos.
Para comenzar, José y su amigo ordenaron un poco su casa, acercando el colchón y así tener donde apoyarse. En el mismo instante ella se empezó a preparar: se colocó la falda negra y se saco el pantalón, se descubrió el torso, quedando con el sostén maternal. José conocía la imagen de la virgen de la leche, por lo que tenía claro qué hacer; dejó que ella se sentara y acomodara, para llegar a recostarse en sus brazos y regazo, dejándose abrazar.

José estaba nervioso, risueño, como un niño; le preguntaba −bromeando− que irán a decir los que lo conocen, entremedio de otras palabras intrascendentes para ella. Le hablaba y le decía que lo tomara y se acomodara, que le indicara cómo estar.
Ella sacó su pecho, abriendo su sostén maternal y lo arrimó a la boca de José; estaba en silencio mientras succionaba, con lágrimas brotando de sus ojos cerrados. Lo tomó fuerte en sus brazos, entregando la comodidad de su regazo y acariciando su rostro mientras seguía succionando.
Durante los 10 minutos que duró la acción −más menos− me cuenta que José estuvo delirando; palabras incoherentes, recuerdos de otros tiempos, de felicidad y de infancia, del ayer y del anteayer.
De quienes transitaban, numerosas personas se detenían unos momentos a ver la performance. En ese marco, otro mendigo se acercó a la escena y comenzó a gritarle ¡prostituta, prostituta! Inmediatamente, el mendigo que observaba la acción se paró y se aproximó al aireado mendigo, y junto a otro, lo calmaron y se fue. Nada de aquello afectó el encuentro entre ambos.
José finalizó la acción, soltando el pecho y dejando de succionar. Ella se movió hacia atrás, cerró su sostén y se abrazaron.
Alejándose, caminó donde su amiga y se abrigó, mientras su compañera agradecía y se despedía de José y sus amigos. Volvieron en bicicleta a la casa de su amiga. Allí, durante la tarde, revisaron los registros y comentaron lo que aconteció. El hijo de su amiga −que las acompaño− estaba impresionado.
El viaje de vuelta a su casa fue largo. La dejaron en auto en la carretera, en un lugar desde donde no sabía cómo regresar a su hogar; alguien la ayudó a tomar una micro hacía la Alameda, y de allí, en la 210 llegó a Rojas Magallanes con Vicuña Mackenna, donde vivía con su familia.
Me contó que durante el trayecto pensaba que no podía creer que hubiera realizado la acción; volvía a repasar cómo fue José con ella, cómo comprendió y abrazó −literalmente− la acción. Recordó los olores que sintió en sus cuerpos, los cuales eran tan familiares, tan propios: un devenir por el olor del otro.
En su casa todo estaba apagado, ya era tarde; sólo ducharse y descansar, recordar y olvidar.

Texto por Francisco González Castro, julio de 2018.

Performance “Coreografía de la succión IV”, por Cheril Linett, año 2016, Cerro Navia, Santiago de Chile.

Fotografías por Clo Rouge.

Francisco González Castro

Francisco González Castro (1984, Santiago, Chile). Artista, investigador y escritor. Licenciado en Arte (2006), Magíster en Artes (2009) y Doctor en Artes (2017) en la Universidad Católica de Chile. Ha desarrollado su trabajo como creador desde el 2005 hasta la fecha, con presentaciones y exhibiciones individuales y colectivas en distintos países. Además, ha generado proyectos como curador e investigador, centrándose en analizar las relaciones entre el arte y la sociedad. Investiga problemáticas políticas y sociales en torno al poder y las posibilidades del arte como un elemento de cambio concreto en la sociedad, en la contingencia, además de crear el concepto de lo político-artístico.

Cheril Linett

Cheril Linett (1988). Artista de performance y directora escénica. Licenciada en Teatro con mención Intérprete (Universidad Academia de Humanismo Cristiano). Es autora del proyecto de performance Yeguada Latinoamericana. Inició su trabajo artístico el 2015, participando en encuentros, festivales y, principalmente, realizando performance de manera independiente en espacios públicos. A la fecha, ha creado y dirigido numerosas obras, agrupadas en series de performance como Coreografía de la Succión, Poética de las Aguas, Vertiente Fúnebre y Casa. Ha participado de exposiciones colectivas en Chile y Alemania. Recientemente, realizó su primera exposición individual titulada “Del cuerpo a la carne” (Museo La Neomudéjar, Madrid).

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